Agosto-2015
El cambio de gabinete de mayo fue un hecho político de gran alcance para el oficialismo a corto y largo
plazo. Incluso, tendrá efectos relevantes sobre el sistema político en general.
A corto plazo, porque hay un cambio del equipo político en forma y fondo; y, a
largo plazo, porque modifica la correlación interna de fuerzas de la coalición
con su correlativo impacto sobre los futuros procesos electorales y el destino
de la Nueva Mayoría. Finalmente, sobre el sistema político en su conjunto
porque redefine la política de alianzas y pone en jaque –o en punto de
inflexión- el proceso reformista.
El nuevo gabinete abre una
segunda etapa –el “segundo tiempo”- e
inaugura una nueva hoja de ruta que se expresa en la tesis del “realismo sin renuncia”. Se trata de seguir implementando las reformas -en
el contexto de una realidad política y económica compleja- y de cambiar los
estilos y las formas de la conducción política. En consecuencia, por un lado se
instala necesidad de priorizar las reformas y darle gradualidad; y, por otro,
se inaugura -o se pretende- una conducción centrada en el diálogo, en el
consenso y la unidad.
Entre principios de mayo y
principios de julio hay dos meses. En este lapso de tiempo el gobierno se concentró en diseñar las formas y los contenidos de la
segunda fase; es decir, hacer operativa la nueva etapa. Luego, a principios
de julio el gobierno inaugura –en un consejo de gabinete- la nueva hoja de ruta
que se expresa en el eslogan “todos por
chile”. En este contexto, por tanto, se convoca un cónclave que termina
realizándose el 3 de agosto. Luego, entre julio y el cónclave el gobierno comunica, socializa y ajusta su
nueva estrategia política con los partidos del oficialismo.
Se esperaba, en
consecuencia, que el cónclave fuese el momento y la instancia para el
re-lanzamiento del gobierno, del “programa remozado” y de una coalición unida
bajo el liderazgo de la presidenta.
Sin embargo, el evento y sus efectos inmediatos
–expresados en la tesis de “la ambigüedad” y en la derrota de los gradualistas-
no tuvo la capacidad de unir al
oficialismo en torno al nuevo diseño político de La Moneda. Al contrario,
desde ese momento se instala de manera
definitiva una fractura en la Nueva Mayoría que se expresa en lo grueso en
dos almas o sensibilidades: los puristas
y los gradualistas.
En consecuencia, se puede
afirmar que el cambio de gabinete terminó incubando una crisis mayor: la ruptura política de la coalición y el inicio de
una silenciosa “guerra de guerrillas”.
De hecho, ya se lleva más de
un mes especulando y amenazando en torno al fin de coalición: el PC y la DC han
sido los grandes protagonistas. Es evidente, que durante estos tres meses que
van del cambio de gabinete al cónclave, la
coalición –partidos y gobierno- no pudo resolver sus tensiones fundacionales
que se vienen manifestando desde los primeros momentos del gobierno y que
obligo a definir el pacto –en enero del 2014- como un “acuerdo político programático” con “fecha de vencimiento”.
En cónclave fue el espacio
político en que las tensiones latentes se transformaron en ruptura “potencial”.
Los sectores reformistas de la coalición se sintieron derrotados en todo el
período que va desde el cambio de gabinete al cónclave. Pero, se sintieron
ganadores y “satisfechos” con los
resultados del cónclave. Al contrario, los gradualistas pasaron de victoriosos
a vencidos. “Todos ganamos” decía el
vocero de gobierno.
El cónclave profundizó las fisuras internas y generó las condiciones
para la rebelión DC -con Lagos e Insulza incluidos-. Arrastraron, en ese
movimiento, al Ministro Valdés; que, en rigor es más cercano a Eyzaguirre que a
Burgos. Algunos políticos –como Navarro y Vidal- hablaron de “ejercicio de enlace”, y algunos DC
pusieron en duda la proyección del conglomerado –Pérez Yoma, Martínez, Walker y
Pizarro-. Escalona, el domingo llamaba a no caerse ni a hundirse.
La opción de Bachelet por la interpretación continuista de la tesis del “realismo sin renuncia” fue el
detonante para la “rebelión pelucona”.
Este hecho, ha sido interpretado como ambiguo. Seamos claros, no hay ambigüedad
ni vaguedad. Lo que hay –expresado en decisiones y hechos- es que la decisión
de Bachelet desilusionó-indignó a los sectores que se sintieron vencedores por
largas semanas: hicieron una rebelión y levantaron la opción Lagos-Insulza.
Es cierto y evidente que la
convivencia entre ambos sectores fue difícil desde el primer momento; desde el
instante que comenzó la obra legislativa. Un año y medio después de asumir el
mando se produce una fisura mayor.
En 18 meses las diferencias se profundizaron al generar una ruptura política que pone en jaque y en
duda la continuidad del conglomerado.
Dicha continuidad dependerá de cómo se resuelve la “ruptura latente”
instalada desde el cónclave y germinada desde el cambio de gabinete de mayo.
Pero, ante esta situación no hay que olvidar que la Nueva Mayoría –sobre todo,
la vieja concertación- sabe de procesar diferencias. Del mismo modo, sabe de
pragmatismo, y sabe más, de lo que significa controlar el Estado y sus
recursos.
De aquí a las próximas elecciones
municipales ambos sectores seguirán en una disputa latente –en una silenciosa
“guerra de guerrillas”- por conducir el rumbo de las reformas. Será, un ciclo
marcado por la sucesión de episodios de tensión que pondrán a prueba la
proyección del conglomerado. Pero, la municipal de octubre del 2016 será la
gran batalla que definirá el rumbo de la coalición, de las reformas y del
gobierno. Y mientras tanto, Bachelet seguirá mediando entre dos sectores “potencialmente”
irreconciliables.
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