25-abril-2016
El proceso constituyente
está en marcha. Indefectiblemente, en un par de años Chile tendrá una nueva
constitución nacida en democracia. Ello, independientemente, de si el actual
Congreso no aprueba la reforma constitucional que posibilita que el próximo Parlamento
defina uno de los cuatro mecanismos de
discusión y aprobación. Es, finalmente, una cuestión de tiempo.
Desde el mismo día que se
firmó la Constitución de Lagos en el 2005 comenzaron las presiones y las voces
por más reformas o por una nueva Carta Magna. Fue, en consecuencia, un tema de
campaña en las dos últimas presidenciales que se ha instalado en el debate
público para quedarse y convertirse en realidad en los próximos años. Hay que reconocer, que este hecho es un
triunfo político de Bachelet y la Nueva
Mayoría.
Podemos ir más lejos y
constatar que el clamor por una nueva constitución se remonta a mediados de los ochenta cuando desde la
oposición surge la demanda olvida –o tranzada- no sólo por una nueva
Constitución, sino también por una Asamblea Constituyente: estoy pensando en el
discurso de Frei en el Caupolicán, en el Grupo de los 24 o en la Alianza
Democrática.
No podemos desconocer que la
reforma constitucional de Lagos fue importante en el desmonte de la “democracia
protegida”. Era evidente, en aquel momento que era un cambio insuficiente
–pero, necesario y relevante- ya que no sólo seguía con “vicios de origen”,
sino también no daba cuenta del nuevo Chile que comenzaba a emerger y de la
nueva correlación de fuerzas que se comenzaba a insinuar. La movilización
estudiantil y ciudadana del 2011 vino, definitivamente, a sellar la suerte de
la constitución pino-laguista: había llegado el momento de un cambio de forma y
fondo.
La presión política y ciudadana por una nueva constitución, nacida en democracia y con
la participación de todos los sectores políticos y sociales del país, nos tiene hoy en un proceso constituyente
en marcha que cada día va ganando en legitimidad.
Aquí, radica el problema político más importante de la nueva
constitución: su legitimidad. Este es, sin duda, el requisito fundamental.
La derecha debe entender,
sobre todo, el gremialismo, que la constitución del ’80 fue diseñada
–independientemente, de sus méritos, éxitos o fracasos- entre cuatro paredes
–comisión Ortuzar-, con Estado de sitio, con represión política, sin
participación ciudadana y con amplios sectores del país –la centro izquierda-
ajena a ese proceso. Es más, su mecanismo de aprobación –un plebiscito espurio-
tampoco goza de la legitimidad necesaria.
Que la oposición al régimen,
haya optado por participar de la lucha política que esa institucionalidad
trazaba con las reformas del ’89 incluidas, no es condición suficiente para
desconocer su ilegitimad de origen.
Como tampoco, las sucesivas reformas que se le han hecho. No obstante, la
participación de la oposición en esa trama institucional contribuye, sin duda,
a aumentar sus niveles de “legitimidad
de uso”. Llevamos 26 años funcionando bajo su normativa y disposiciones.
Llevamos 26 años practicando las reglas de una “democracia protegida” que anula
la soberanía ciudadana y la esencia democrática.
Sin embargo, la demanda por
una nueva constitución surge y se instala –cada vez con más fuerza- no sólo por
sus “vicios de origen”, sino también porque no responde al Chile que emerge
post Lagos y que se consolida con las movilizaciones del 2011. Bachelet, en el
discurso de octubre del 2015, en el que pone en marcha política e institucional
el proceso constituyente afirma que “la
actual Constitución tuvo su origen en una dictadura, no responde a las
necesidad de nuestra época ni favorece la democracia. Ella fue impuesta por
unos pocos sobre la mayoría… nació sin legitimidad y no ha podido ser aceptada
como propia por la ciudadanía”.
Sumando y restando, estamos
inmersos en un proceso constituyente. Ello, no obstante, genera dudas y temores
de unos y de otros. Lo primero, en consecuencia, es que este proceso constituyente
que conduce a una nueva constitución debe lograr “legitimidad de origen” y “legitimidad de uso”.
Por ello, la fórmula
bacheletista de que debe ser “institucional,
democrático y participativo” es una buena respuesta. Institucional, porque se genera dentro de los cauces
institucionales asegurando continuidad institucional; democrático, porque se va realizar con las reglas de la democracia
y participativo, porque “todos”
–desde los 14 años- pueden participar de los “debates ciudadanos”; que, según
dicen, serán la base conceptual e ideológica del proyecto de nueva
constitución.
Afirmar, que la trinidad –“institucional, participativo y democrático”-
es una buena respuesta, no implica, desconocer que se trata de un proceso incierto, un poco gelatinoso, una
especie de híbrido que está lleno de dudas y cuestionamientos. En este
contexto, en consecuencia, debe acumular legitimidad.
Lentamente, todos los sectores se van incorporando al
proceso constituyente. Las resistencias de Piñera han cedido y ha terminado
afirmando que compromete su “plena y leal
colaboración”. Lo mismo ha ocurrido con sectores de la derecha, incluido,
el “Chile Vamos”. La UDI, nuevamente, va transitando hacia el aislamiento. Sin embargo, no sólo se trata de que participen
los partidos y los líderes de opinión –políticos, incluidos-, sino también que
en la fase de los diálogos ciudadanos participe la mayor cantidad de personas.
Este hecho, será la primera prueba de este proceso: poca gente lo debilita,
mucha gente lo fortalece.
La legitimidad del proceso
constituyente se va construyendo día a día. Es, en consecuencia, un problema político que va estar presente
en todo el proceso y siempre lo va poner en duda; es más, hasta el plebiscito
de ratificación la legitimidad estará amenazando con debilitarlo.
La Constitución del nuevo
Chile no puede nacer con “vicios de origen”. La nueva Constitución no puede
tener debilidades de “legitimidad de uso” y no sólo debe responder a las
demandas del Chile que está emergiendo, sino también a la nueva correlación de
fuerza que se esta instalado.